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// Marina Pérez Muraro // Blog actualizado: cuentogotas // Librogs: Fábulas sensuales - Los cuentos de Matías - Tuc - La vie standing there - Zona crepuscular - Sirenas - El tercero //

Presentación


Este blog contiene un único relato, que es el relato más largo que escribí en mi vida. Cuando me planteé escribir esto lo que quería era escribir una novela, y como primer paso escribí algo que en ese entonces pensé que era el esqueleto de la futura novela. Después me di cuenta de que no tengo aliento para ser novelista, y lo abandoné. Pasó mucho tiempo y mi vida cambió tanto que finalmente vi que ya no podría retomar este relato ni hacer nada más con él, así que lo pulí y decidí darlo por terminado. En octubre de 2002 lo convertí en librobjeto, y en enero de 2008 en blog. Librobjetos y librogs son dos intentos de sortear la industria editorial con la esperanza de que mis textos encuentren lectores: quien quiera leer que lea.

(Este blog no se irá actualizando, por lo menos no es mi idea ahora que lo estoy creando; fue hecho sólo para mostrar al mundo este relato.)

La vie standing there

La hilera central está ocupada por una serie de objetos que, sin formar grupos, participan de un orden aleatorio (manos los fueron trayendo y apoyando en una fila no estricta, según los resquicios que se iban dejando unos a otros, cuidando de no alejarse mucho del centro): paneras con pan, botellas de agua y de vino, sifones de soda, ensaladeras con distintas ensaladas, un salero, un juego de aceitera y vinagrera, escarbadientes. A su alrededor otra serie de objetos se presenta, estos sí agrupados en conjuntos individuales, compuestos de, a saber: un plato, un vaso, un cuchillo, un tenedor y una servilleta. Deben ser siete. Debe haber siete conjuntos en los que no debe faltar ninguno de estos elementos. Tal orden tiene la fuerza de una ley, y hay quien se ocupa de que esta ley se cumpla.

Por fuera de la mesa siete individuos van y vienen, algunos acomodándose ya junto a un plato y un vaso de vino, otros yendo y viniendo de la cocina, otros de pie junto al fuego de la parrilla, atentos a la evolución de la carne que se está asando. Son siete individuos que rondan los 30 años de edad, y se encuentran aquí, en el quincho de una casa de veraneo, propiedad de la familia de uno de ellos, en una ciudad balnearia de la costa argentina, porque una larga amistad los une y porque hoy, cinco de enero, es el cumpleaños de la dueña de casa. Aunque los siete son argentinos (más aún: los siete son porteños), sólo tres de ellos viven en Buenos Aires; es, por lo tanto, una ocasión señalada que los siete coincidan en tiempo y espacio, y la agasajada recibe como un regalo que estén todos en su cumpleaños. Cuatro de ellos son mujeres, tres son hombres, pero la clasificación por sexo no coincide con la clasificación por lugar de residencia. La dueña de casa, que está en este momento entrando al quincho con los últimos enseres culinarios que faltaban, así como el asador, quien ahora saca de la parrilla los primeros chorizos prontos a ser devorados, y una más de las mujeres (en este momento en el baño), viven en Buenos Aires. Los cuatro restantes (dos mujeres y dos hombres) dejaron la Argentina hace, en todos los casos, más de cinco años; y aunque suelen viajar a Buenos Aires cada uno o dos años, no siempre los viajes coinciden. Es, quizá, la primera vez en los últimos ocho o nueve años que vuelven a estar todos juntos en el cumpleaños de uno de ellos.

Alrededor de la mesa hay siete personas. Tres hombres y cuatro mujeres. Detrás de una ensaladera transparente todavía llena de lechuga, está Diego. A su lado está Ana. En la cabecera, Quique, el asador, sentado ahí para estar más cerca de la parrilla que está a sus espaldas. Enfrente de Ana está sentado Gustavo. A su derecha, Carolina. A su derecha, Sonia. Enfrente de Sonia, del otro lado de la mesa, Daniela, la agasajada, la dueña de casa; está sentada a la izquierda de Diego.

Daniela está contando una anécdota que pasó en el día, cuando ella y Carolina se fueron a pasear a la playa, después de la siesta. Fueron caminando para el lado del centro. Conversaban concentradas en su charla cuando se encontraron con una muchedumbre. En el centro de la aglomeración estaba el bañero tratando de revivir a un niño de unos ocho años; evidentemente, acababa de sacarlo del agua, donde había corrido peligro de ahogarse. Un hombre de unos cincuenta años aferraba a una mujer muy joven —más chica que nosotros, señala Daniela, como si eso fuera indicio de una gran juventud— que parecía al borde de un colapso. Carolina y Daniela se quedaron hasta que el niño dio señales de vida, y luego siguieron su caminata conmovidas.

Mientras los demás expresan temor, pena u horror ante una historia que recuerda la cercanía de la muerte, Daniela prosigue su relato: pasado el estupor inicial, y habiendo visto que la situación no había terminado en tragedia, en vez de reflexionar sobre el hecho de que casi presencia la muerte de un niño —hace 25 o 26 años que pasa algún tiempo del verano en la costa; los ahogados, que aguna vez poblaron sus pesadillas infantiles, ya no la sorprenden— Daniela se había puesto a pensar en que la mujer al borde del colapso no debía de ser la hermana del niño, como primero había pensado, sino su madre, y que el hombre que la sostenía debía de ser el padre, a pesar de la notoria diferencia de edad (él aparentaba al menos 20 años más que ella). Carolina, en cambio, dice que ella se quedó pensando en algo que le pasó cuando era chica: no fue en el mar, sino en las sierras; se perdió en el monte y estuvo muerta de miedo hasta que volvió a ver a sus padres, quienes mientras tanto no habían notado su ausencia. Nunca supo, dice, cuánto tiempo estuvo perdida. Para ella fue una eternidad, sin embargo, cuando reencontró el lugar del picnic y se fue tranquilizando, pudo comprobar que todavía faltaban varias horas para la llegada de la noche.

La charla sigue un rato con anécdotas de ahogados. Gustavo dice que las mejores las escuchó en Bretaña, porque ahí hay mucha diferencia entre la marea alta y la marea baja, y en ciertas épocas del año la marea crece a muchísima velocidad. Cuando estuvo en el verano se rompió los ojos tratando de ver cómo subía el agua y nada, pero una vez que fue en otoño a pasar unos días en la casa de un compañero de la universidad pudo ver que, efectivamente y como dicen las fábulas, la marea sube "más rápido que un caballo a galope". Ana le dice que hay un lugar así en la Patagonia, cerca de Las Grutas, y que ella también vio la playa inmensa y la marea asesina. Quique dice que si a él le hubiera tocado morir esta tarde en la playa lo que más habría lamentado habría sido no estar a la noche comiendo un asado tan rico. Que no es porque lo haya hecho él, pero hacía mucho que no comía un asado así. Sonia, entonces, se ríe; interrumpe el gesto que había empezado, que iba a ser cortar un pedazo de su porción de carne para llevárselo a la boca, deja los cubiertos tal como caen cruzados sobre su plato, y golpeando sus palmas grita "¡un aplauso para el asador!", aplauso y vítores que todos imitan. Diego, que estaba por destapar una botella de vino, golpea el sacacorchos contra el vidrio mientras ulula como un zulú en homenaje a la carne.

Diego termina de destapar la botella y sirve vino en las copas vacías o semivacías. Está bronceado: lo que más hizo en estos días fue disfrutar del sol, como si quisiera acumular en su cuerpo una ración extra del calor de enero, como si no pudiera olvidar el aire helado que en este mismo momento dobla las esquinas de Dublín, donde vive desde hace 4 años. No está mal Dublín, para él, incluso está bastante bien. Puede vivir con lo que gana trabajando en bares, tiene tiempo para sus múltiples devaneos artísticos —plástica, música, cine, video, circo— y, sobre todo, sentimentales, que son los que suelen ocuparle más tiempo. No está mal Dublín, excepto por el frío. No logra acostumbrarse. Huye del invierno en Dublín siempre que puede, pero cada vez se complica más. No siempre puede venir a la Argentina para huir del frío, entonces se va a Roma, donde vivió sus primeros años europeos, o a España, o a Turquía; donde sea, pero que no haga tanto frío. De los siete, es el primero que se fue de Buenos Aires, cuando tenía 20 años, y si aterrizó en Roma fue porque ahí tenía familia, gracias a la cual consiguió la nacionalidad italiana. De a poco, no podría explicar cómo, fue hacia el norte: primero a Florencia, donde amigos suyos iban a pasar el verano en una casa de campo, después a Dublín, adonde llegó, claro, siguiendo a una mujer. Cuando se separó de la irlandesa, un par de años después, se quedó en la ciudad, y ahí está todavía, excepto, en lo posible, en los inviernos.

Cuando le da por la pintura, pinta mujeres: una buena forma de tenerlas cerca, ya sea porque se prestan a posar para él, en lo posible desnudas, o porque las convence de ir a su taller a mostrarles sus cuadros. El resultado de sus intentos pictóricos lo sorprende. Vagamente, sus retratos le recuerdan a Schiele, tanto cuando pinta mujeres como cuando se pinta a sí mismo, otro de sus motivos preferidos. Las poses parecen demasiado retorcidas, los rostros demasiado angustiados, los paisajes demasiado descarnados, las mujeres demasiado abiertas, oferentes (pero capaces de arreglarse sin él) o demasiado inocentes, etéreas y por ende frágiles. Ya que le toca en suerte lo morboso y desesperado, quisiera al menos tener el orden y señorío de Klimt, su marco dorado, su piel de plata, sus mujeres acuáticas, su ornamentación sublime. Pero no, él tiene la visión retorcida y como inacabada de Schiele.

Ana, sentada a la derecha de Diego, también pasó frío como él, pero en la Argentina, en la Patagonia. Se enamoró de un compañero de Bellas Artes que amaba la montaña y vivió con él un par de años en Esquel. Se separaron dos años atrás; ella volvió a Buenos Aires y nunca más volvió al Sur. En estos años él reapareció cada tanto, y cada vez que se vuelven a ver Ana entra en un estado de alienación en el que pierde de vista quién es él, quién es ella, dónde está ubicado cada uno. Por lo general los reencuentros comienzan con gran fragor amoroso para declinar, cada vez más pronto de un reencuentro a otro, en un caos informe donde no puede ver qué es amor, qué locura, qué rencor, qué esperanza, qué deseo, qué desesperación. Los encuentros terminan siempre con el reconocimiento mutuo de que no pueden estar juntos, lo cual no impide que él reaparezca cual Ave Fénix meses después, ni que Ana le abra una vez más la puerta. Con la repetición de esos ciclos la intensidad de cada sentimiento fue menguando, mientras que las etapas en cada episodio cada vez se aceleran más. Si en los primeros reencuentros la etapa del idilio podía durar varias semanas antes de que reaparecieran los primeros escollos, en los siguientes tal etapa sólo duró unos días, hasta que en el último, tres meses atrás, el paso de una etapa a la otra se dio en pocas horas.

Especialmente en esos períodos, para Ana el mundo es una confusión de sensaciones que explotan en remolinos como los colores en un cuadro de Turner. Los contornos, más que difusos, son inexistentes, y apenas se adivinan las figuras. La misma explosión siente en su interior, y no logra reconocer diferencia alguna entre sentir y actuar. Cuando su ex no está, Ana logra concentrarse en lo que quiere: pinta, e ilustra libros y revistas infantiles, de lo que vive. Si antes lo que sentía en su ausencia era tristeza, ahora lo que siente es alivio, y un cansancio tan enorme ante la sola idea de que reaparezca que sospecha que el encuentro de meses atrás fue, efectivamente, el último; que si volvieran a verse el cansancio que siente no la dejaría mover ni media pestaña como para ayudar a que el ciclo se reinicie.

Ana se sirve más tomates y le alcanza la ensaladera a Quique. Parece tan feliz, tan satisfecho de sí mismo, tan exento le parece a Ana de la locura que la tuvo acorralada tantos años, que se asombraría si pudiera ver el centro oscuro de Quique, tan sólido le parece. Esa percepción de solidez está formada por dos recuerdos, uno bastante lejano, el otro más cercano. Ana, que entró en Bellas Artes más bien por elección negativa, ya que en arquitectura no duró ni dos meses, y cuando buscó dónde estudiar escenografía todo le resultaba muy caro, recuerda sus dos años y medio de Bellas Artes, que también abandonó, más como una explosión de libertad que como un período de formación. Iba a clase una vez sí cuatro no, mientras se dedicaba a descubrir el mundo con la gente que iba y venía como ella por la ciudad, de noche y de día, en busca de aventuras. En ese mismo momento, Quique, músico, estudiaba. Diego lo llamaba para salir, y Quique, gentil, rehusaba: estudiaba. Incluso en medio de su explosión de juventud, una parte de Ana envidiaba tanta aplicación, y bien le habría gustado dedicar a sus pinceles el mismo ahínco que Quique dedicaba a su guitarra.

El segundo recuerdo es más reciente. Cada vez que su ex novio desaparece, al final de alguno de sus ciclos, Ana acude a Quique. No busca consejo, ni consuelo, ni nada, sólo necesita alguien que le permita estar a su lado en silencio. También acude a Daniela, pero Quique, a diferencia de Daniela, no le dice nada, ni pone caras, ni opina, ni aconseja, simplemente abre su casa y le deja quedarse en silencio todo lo que quiera mientras él ensaya. La casa de Quique le parece a Ana como él mismo: inmaculada, pulcra, inmune al caos. Lo que Ana no puede ver (y menos que menos en esos momentos) es que el orden que emana de Quique y se traslada a todos sus actos tiene una base más profunda que la que el mismo Quique puede sospechar. Proviene de una necesidad de elementos puros, netos, que lo fue llevando de la música de fusión al tango, y del tango más innovador al clásico y luego al tradicional, como si hubiera necesitado remontarse a los orígenes para sentirse a sus anchas en ese mundo de sentimientos rotundos, sin medias tintas, en un mundo de malevos, minas y pebetas, traiciones y amores incondicionales. Un mundo que, para Quique, es como un cuadro de Mondrian: una composición de colores primarios y formas puras, donde unos pocos elementos entran en relación entre sí, en una aspiración a la armonía que revela como trasfondo una búsqueda espiritual.

La nitidez con que ve el mundo se traslada también a sus amores. Para él las mujeres se dividen en aquellas de las que podría enamorarse y aquellas de las que jamás se enamoraría. Capaz de distinguirlas al primer vistazo, su clasificación es tan tajante que nunca una mujer pasó de una categoría a la contraria. De las mujeres de la categoría A se enamora inmediatamente, nunca de más de una por vez, y las ama durante años en silencio. Cada tanto alguna de esas mujeres le confiesa que en realidad ella más que amistad siente amor, y así tuvo en su vida dos grandes amores, una decepción mediana y tres pequeñas decepciones. Ana, que alguna vez a los 18 años salió durante seis meses con un compañero de colegio de Quique (así se conocieron), quedó inmediatamente catalogada en la categoría B, y aunque diez años después ni Ana ni Quique ven al sujeto en cuestión, tal categorización sigue vigente y es, probablemente, la base de la amistad entre ambos.

Gustavo también percibe contornos nítidos, pero con una diferencia: Quique percibe elementos primarios, puros, abstractos, mientras que Gustavo percibe figuras llenas de significado. Amante de la cultura europea especialmente francesa, mientras estudiaba Letras dedicó horas de su vida a recorrer centros culturales de embajadas y fundaciones de intercambio estudiantil hasta que elaboró un plan cuidadoso que lo llevó a obtener una beca de estudiante de crítica literaria en la universidad de Rennes. Aunque esta ciudad de destino le pareció al principio una concesión dentro de su plan, una etapa intermedia hacia su meta final que era París, con los años le fue encontrando el gusto, y renovó la beca para quedarse en ella, iniciando incluso, al recibirse, estudios de posgrado. Rennes, ciudad universitaria donde conviven estudiantes de todas partes del mundo, le permitió hacer muchas amistades y, gracias a ellas, recorrer todo lo posible: primero Bretaña, después el Mediterráneo, finalmente África.

En los primeros años, la beca de estudiante le alcanzaba apenas para subsistir, y todavía no encontraba cómo conseguir algún dinero extra. Hubo un par de vacaciones de verano en las que no pudo volver a Buenos Aires, y se dedicó a recorrer Bretaña visitando compañeros de estudio que lo habían invitado, o durmiendo en pensiones o al sereno. Sus recorridas lo llevaron a Pont Aven, y allí descubrió sus pintores. Todavía recuerda el impacto que le produjo ver un cuadro de Emile Bernard por primera vez: sus figuras plenas, de colores fuertes, casi planos, brillantes, contorneadas por un borde negro que las recorta de su entorno como figuras de vitrales, parecían ser, de una forma misteriosa, parte de él mismo. Un impacto semejante le produjeron los libros de historietas europeos: magníficamente ilustrados e impresos, con guiones sumamente complejos o poéticamente simples, lo subyugaron. Pasaba los inviernos estudiando a los clásicos de día y devorando historietas por las noches. Un día un amigo le propuso escribir juntos un guión, que un amigo del amigo ilustraría. Y así, de a poco, fue entrando en el mundo de la historieta, publicando guiones cada vez más seguido. Y ahora, viendo los trabajos de Ana, ha comenzado a hablar con ella sobre la posibilidad de que ilustre comics para Europa, y está dispuesto a conectarla con la gente que conoce.

Carolina estuvo un par de veces en Rennes visitando a Gustavo. Ella también vive en Francia, pero no como resultado de un plan sino de los vaivenes del azar. Cuando partió de Buenos Aires fue a Roma simplemente porque ahí vivía Diego, quien le había ofrecido quedarse en su casa cuanto quisiera. Al igual que Diego llegó en el verano a Florencia, y allí se fue quedando, enamorada de un suizo que estudiaba restauración. En sus años florentinos aprovechó para estudiar todas las técnicas que la ciudad, orgullosa de su pasado medieval, le ofrecía: pintura al óleo, preparación de pigmentos, fabricación de papel a mano, orfebrería. Pero un día el suizo entró en crisis con la restauración y quiso abandonar todo. Se mudaron cerca de La Borne, un pueblo de Francia donde él tenía varios amigos. Alquilaron una casa en el campo y ahí viven; el suizo feliz cultivando la huerta, ella aprendiendo alfarería porque La Borne está lleno de alfareros, haciendo esculturas con lo que encuentra (generalmente objetos de origen vegetal, provenientes de los bosques cercanos) y también pan casero.

Para Carolina, el universo está descompuesto en elementos minúsculos que no logran formar una figura. Los fragmentos de su vida, como los puntos de color en un cuadro de Seurat, no tienen cohesión entre sí. No hay antagonismo entre una cosa u otra porque casi no hay relación. Cada tanto, cuando percibe el vacío, aletea en su interior una leve angustia amortiguada, porque cuando está en un lugar los otros lugares parecen no existir: no los lugares, sino ella tal como es en esos otros lugares. Cuando está en Argentina, es como si siempre se hubiera quedado, cuando está en Europa, es como si siempre hubiera estado en Europa. La época en Roma o la época en Florencia son tan lejanas de su presente como Buenos Aires o la casa en la costa, y tampoco son algo compacto en sí mismas, sino a su vez fragmentos dispersos.

Sonia, sentada a su lado, también se dejó llevar por lo que se le presentaba. Entró al conservatorio de Arte Dramático pero lo dejó cuando se dio cuenta de que lo que le gustaba del teatro no era estar ella arriba de un escenario sino ayudar a construir su encanto. A los tumbos fue estudiando escenografía, maquillaje, fabricación de pelucas, vestuario, utilería. Un buen día contó sus ahorros, calculó que le alcanzaban para viajar seis meses por Europa (durmiendo en casas de amigos, conocidos o desconocidos, estirando el eurail pass y comiendo pan duro) y allá se fue. El azar hizo que cayera en Amsterdam cuando ya le quedaba poco dinero, y en vez de volver se fue quedando. Se puso a fabricar títeres que vendía en la calle, después en teatros, hasta que en uno la contrataron como utilera. Fue en Amsterdam, en un festival de teatro callejero, donde conoció a un uruguayo, un murguista que estaba de gira con su murga. Una historia que no podía durar más de tres días se fue prolongando. Al final de su gira el murguista volvió a Amsterdam para estar unos días con ella y se quedó tres semanas; cuando ella viajó a Buenos Aires para las fiestas de fin de año pasó la mitad del tiempo con él en Montevideo. Y así, al cabo de un año y pico de romance a la distancia, finalmente Sonia juntó sus cacharpas y se fue a vivir a Montevideo. Ahora ella hace el vestuario y la escenografía de la murga, incluso fabricó unos títeres gigantes que usaron en una puesta y fue un éxito; y si esta vez él no viajó con ella a Buenos Aires es porque en enero, a un mes del carnaval, la murga ensaya todos los días.

Para Sonia sí hay figuras, y son subyugantes, simbólicas, oníricas, ingenuas. Sensaciones y sentimientos se dejan paso unas a otros como los colores van pasando suavemente de uno a otro en un cuadro de Klee. Ella ve el mundo con líneas simples, temblequeantes, que traslucen alegría, placidez, tolerancia, ironía amable, congoja recogida sobre sí misma. El paisaje se confunde con la luz y con la gente, y lo que queda son marcas en el cuerpo como recuerdos de infancia.

Daniela conoció a Sonia en el conservatorio de teatro, que abandonó casi enseguida por el profesorado de expresión corporal. También hizo el profesorado de yoga, estudió danza clásica, afro, capoeira, tai chi, chi kung, salsa, contact, y ahora vive de dar clases de gimnasia donde integra todas estas artes. Años atrás viajó a la India junto con su novio de entonces, con quien vivió varios años. De una forma subterránea que ni ella misma reconoce del todo, ese viaje la marcó. Profundizó su idea de que aún lo más cotidiano esconde un secreto, de que el mundo, aún en su imagen más límpida, tiene un sentido que se le escapa. Y esta certeza le permite explicarse por qué siempre, esté donde esté, tiene la sensación de estar participando en una escena que empezó antes de que ella llegara, lo que le provoca la vaga sensación de estar siempre de más. Como si fuera la espectadora eterna de un cuadro de Vermeer, donde personajes silenciosos esconden su interior, al que ella no puede acceder jamás. Algo que le gusta de dar clases es que ahí puede estar totalmente tranquila de que la cosa no puede empezar sin ella.

Los siete platos han vuelto a quedar vacíos, pero ahora hay en ellos colores, olores, pedacitos rojos de tomate, verdes de lechuga, charquitos amarillentos de aceite, jugo de carne borroneado por el trazo del pan que trató de rescatarlo del plato para llevarlo a alguna boca. Los vasos, vacíos o casi, tienen un fondo borravino; las botellas están todas descorchadas, más vacías que llenas; y las servilletas, arrugadas a un costado de los platos, o sobre alguna rodilla, o sobre algún banco. La hilera central de objetos culinarios perdió su señorío, ahora parece simplemente un montón de vajilla sucia que nadie quiere tener a la vista.

Daniela, Sonia y Ana se levantan y en varios viajes llevan la pila de platos sucios a la cocina. Quique rescata de la parrilla los pocos comestibles que quedaron y los junta sobre una tabla de madera. Gustavo busca la botella más llena de vino para servirse un poco, y le hace un comentario a Carolina sobre los vinos baratos franceses. Diego interviene, aunque no tenga mucho que decir, por compulsión, para quebrar la intimidad que trasluciría algún conocimiento común a Gustavo y Carolina y ajeno a los demás. Aunque fue hace mucho tiempo, y poco importante para ambos, Diego y Carolina tuvieron un romance años atrás, cuando ella estaba recién llegada a Roma y él la hospedó en su casa. Y aunque nunca llegó a estar enamorado de Carolina, ni Carolina de él, y el romance fue una especie de prolongación de su amistad, profundizada por la distancia del hogar y la intimidad de vivir juntos en un departamento chiquito, a Diego le quedó la necesidad de no "compartir" a Carolina, que no se da con la gente que Carolina conoció en Europa, por ejemplo su actual pareja el suizo, pero sí se vuelve primordial con los amigos del pasado, los que ambos conocían antes de dejar el país. Ni Gustavo, ni Carolina, ni el mismo Diego, perciben el motivo de la intervención de Diego, quien ahora lleva la voz cantante en la charla sobre bebidas europeas.

Podría parecer extraño que Diego se ponga de celoso de Gustavo, que nunca demostró mayor interés por Carolina, y no de Quique, quien sí, alguna vez, en un pasado aún más remoto, estuvo enamorado de ella, y esto todos lo saben o lo sospechan. Pero fue justo antes de que Carolina se fuera de Buenos Aires, y nunca llegó a decirle nada a ella; y como al llegar a Roma Carolina y Diego tuvieron su romance, para Quique eso fue eliminatorio de Carolina, por decirlo así, ya que no podría estar con ninguna mujer que haya tenido alguna historia con algún amigo suyo.

Quique lleva la tabla de carne a la cocina, donde Sonia lava los platos, Daniela hace café, y Ana charla mientras busca disimuladamente las velitas para la torta de Daniela. Bromean sobre lo poco que quedó del asado y lo rico que estaba, y Quique vuelve al quincho con una bandeja con una azucarera y siete conjuntos individuales de, a saber: un pocillo, un platito y una cucharita. Cuando lo ve llegar, Carolina deja lugar en la mesa para la bandeja que trae Quique, levanta los últimos elementos que ya no van a usarse, y se los lleva.

Quedan en el quincho los tres hombres solos. Aunque los tres son amigos entre sí, es notorio que Diego y Quique tienen una relación mucho más estrecha entre sí que la de cualquiera de ellos con Gustavo. Fundamentalmente porque se conocen desde hace más tiempo, desde que entraron al colegio secundario, y vienen compartiendo el mismo sentido del humor, expresado en una serie de códigos y sobreentendidos, algunos tan internos a la relación que sólo ellos los comprenden. Gustavo llegó a sus vidas años después, porque salía con una compañera del colegio de ambos, y aunque con la compañera nunca fueron muy amigos, con Gustavo se llevaron bien enseguida, tanto que cuando Gustavo se separó de esa chica, ellos siguieron viéndose como amigos. En el trío, Gustavo juega el papel del reflexivo, tal vez porque es unos años más grande (y si ahora no, cuando se conocieron esa diferencia era importante), o porque por dedicarse a las Letras tiene de por sí una inclinación mayor hacia el discurso que hacia la acción, o porque así los códigos entre Diego y Quique permanecen intactos, quedando para ellos el papel de chicos revoltosos.

Llegan de la cocina Daniela y Carolina con una cafetera llena de café y una jarrita con leche. Sirven el café y llaman a gritos a Sonia y Ana, que quedaron en la cocina. Ana se asoma a la puerta del quincho y le hace una seña a Quique; cuando éste se acerca le pasa su guitarra y secretean un momento. Quique se queda cerca de la puerta, desenfundando y afinando su guitarra y tapando la visión de la casa, hasta que ve acercarse a Sonia y Ana, que traen una torta de cumpleaños con 29 velitas encendidas. Quique apaga las luces mientras rasguea y entona el Feliz Cumpleaños. Hay un instante de confusión por la oscuridad sorpresiva, hasta que la música y el resplandor de las velitas que se acercan hacen que todos entiendan la situación. Diego, Gustavo y Carolina se suman al canto, mientras Carolina deja lugar en la mesa para la torta, y Daniela sonríe contenta con la sorpresa. Ana deja la torta justo enfrente de ella y cuando se acaba la canción Daniela sopla hasta apagar todas las velitas, todos aplauden y Quique vuelve a encender las luces antes de que la oscuridad post torta resulte incómoda.

Quedan sentados en los mismos lugares que ocuparon durante la cena, excepto Quique que ahora, en vez de sentarse en la cabecera cercana a la parrilla, se sienta en la otra cabecera, cercana a la puerta del quincho, quedando entre Sonia y Daniela. Sonia sirve torta mientras Daniela pregunta intrigada dónde habían escondido la torta, porque no se había dado cuenta de nada. Está contenta con la sorpresa, pero le intriga que hayan podido ocultar algo en su propia casa sin ella enterarse. Sonia dice que fue Ana, y Ana está con la boca llena de torta, así que no puede contestar nada.

Daniela dice que hace mucho que no pasa tan bien un cumpleaños, y que el mejor regalo es estar todos juntos. Sonia dice que el regalo es para todos, y que lo deben de haber traído los Reyes Magos. Carolina sugiere que todos dejen sus zapatos en la ventana, a ver qué pasa, pero Quique dice que lo único que va a pasar va a ser no encontrarlos a la mañana siguiente, porque alguien se los habrá robado. Ana propone entonces dejar pasto y agua para los camellos, como hacía de chica. Gustavo dice que lo del pasto y el agua él lo supo recién de muy grande, porque sus padres, gracias a las corrientes educativas que insistían en que "a los niños no hay que mentirles", siempre le dijeron que ellos eran los Reyes. Daniela dice que le pasó al revés, que recién de muy grande supo que no existían los Reyes. Tal vez, piensa ahora, porque le convenía no darse cuenta, ya que así le pedía un regalo a sus padres por su cumple y otro distinto a los Reyes Magos. Sonia cuenta que en Montevideo el 6 de enero es feriado, que el 5 los negocios están abiertos hasta bien tarde, incluso se hace una feria enorme en una calle que dura toda la noche, como para que todos puedan comprar sus regalos, y el 6 en cambio no se ve en la calle ni el loro, salvo algún que otro chico estrenando en la vereda el juguete que dejaron los Reyes. Quique retoma la guitarra que dejó a un costado mientras comía la torta, y canta para Sonia "que el letrista no se olvide, en el quinto día del año, de dejarle pasto y agua al camello de Melchor" y algunas estrofas más, pero no recuerda la canción entera.

Gustavo dice que esta noche es mágica porque es el fin de los doce días que prefiguran los doce meses del nuevo año. Al cabo de estos doce días el mundo ha vuelto a ser creado, reinventado, refundado. Después de doce días de ceremonias, de vivir en el tiempo de los dioses, en esta noche se vuelve al tiempo de los hombres. Ana piensa que ojalá así sea, ojalá en esta refundación haya podido realmente cortar la historia con su ex novio, y emerja renovada. Piensa en la propuesta de Gustavo de ilustrar comics para Europa, que al principio le pareció un disparate pero ahora la tiene cada vez más entusiasmada. Piensa que tal vez, gracias a Gustavo, pueda empezar a trabajar para Europa, y si le va bien, tal vez pueda en algún momento ir ella para allá. La idea la entusiasma, no sabe bien si por trabajar mejor, por viajar, o por estar cerca de Gustavo. Lo conoce desde la época en que él salía con una compañera y ella con un compañero del colegio de Quique y Diego, es decir que se veían en los cumpleaños y en alguna salida grupal y en las fiestas de ese colegio, que no era el de ninguno de ellos dos. Aunque entonces sólo se conocían de vista, o por intercambiar dos o tres palabras, la amistad de ambos con Quique más allá de sus ex parejas escolares hizo que se hicieran amigos entre ellos. El respeto que Quique le tiene a Gustavo, más sus estudios y estadías en el exterior, lo dotaron ante los ojos de Ana de una distancia intelectual y también afectiva, por la que nunca se le habría ocurrido que pudiera fijarse en ella. Pero después de estos días de convivencia en la costa, ahora que lo vuelve a ver de cerca, Gustavo le parece más cálido y humano de lo que lo recordaba, y sus atenciones e interés por su trabajo no la dejan indiferente. Y la posibilidad de viajar, o directamente irse, aunque remota, le da la esperanza de ser un recurso más para desengancharse de la historia que la tiene atrapada.

Quique sigue tocando y cantando. Canta canciones de la época en que todos se juntaban en esa misma casa en la costa, también para el cumpleaños de Daniela, muchos años atrás, antes de que los viajes de unos y otros los fueran dispersando. Todos cantan, y la música, la presencia de los demás, la noche de verano, el rastro en el cuerpo del sol que tomaron en el día y del mar donde se bañaron, hace que todos, a su manera, recuerden el pasado y sientan los años transcurridos. Las caras son las mismas, las historias las conocen, el cariño está intacto o, aún mejor, maduró con los años, y sin embargo el pasado no está, cada uno se siente muy distinto de como era diez años atrás.

Para los que viven afuera, cada viaje a Buenos Aires es, ilusoriamente, volver a su pasado. Como esta vez están en la costa, en la misma casa donde se encontraban a los veinte años, todos participaron de la misma ilusión. Fueron al encuentro con su pasado como quien va a una fiesta, y se desilusionaron como quien, en una fiesta, ve que los invitados no eran los que esperaba, se está acabando el vino, y sandwichitos ya no quedan.

Quique pasa del rock argentino al tango, y Daniela, que entre sus múltiples estudios escénicos también estudió canto, los canta. Los demás escuchan atentos. Carolina se levanta y va a la cocina a hacer más café.

"Hoy vas a entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida" canta Daniela, y aunque todos vibran sintiendo al mismo tiempo presente y pasado, para cada uno la frase resuena distinta.

Diego, el primero en irse, siente que desde que él se fue dio comienzo la diáspora. Argentina, especialmente Buenos Aires, le resulta inhabitable, y no entiende cómo todavía hay amigos suyos que pretenden seguir viviendo ahí. Piensa que es cuestión de tiempo, que ya se van a dar cuenta y que va a llegar el día en que todos armen sus valijas y se vayan. Este futuro le resulta tan certero que el momento presente es para él más pasado que para los demás, presente que no tiene razón de ser y dejará de serlo en breve.

Ana siente todo mezclado: presente, pasado, futuro, no logra distinguir bien, ni sabe cuándo algo se acabó y dio paso a otra cosa. A veces se sorprende al darse cuenta de que algo que para ella todavía es presente para los demás es sólo recuerdo, y al revés. Esta noche, semejante en tantos aspectos a noches de diez años atrás, le provoca ambivalencia: felicidad por el pasado recuperado y desconcierto ante la sensación de que no hay recuperación posible.

Gustavo ve personajes, más que personas. Puesto que los encuentros con sus amigos están espaciados en el tiempo, cada reencuentro le provoca la sensación de estar viviendo un nuevo episodio de una historia empezada mucho tiempo atrás. Antes de reencontrarlos, imagina que los diálogos deberían ser netos como los de los comics. Pero no lo son, y eso le sorprende. El episodio actual le trajo muchas sorpresas semejantes.

Carolina, que acaba de llegar de la cocina con café recién hecho, siente cada momento como un fragmento aislado. Esa noche podría ser la misma de hace diez años o la que sucederá dentro de diez años. Están ahí, en la casa de Daniela en la costa, festejando su cumpleaños como lo hicieron a los veinte años y como podrían hacerlo a los cuarenta. Ahora hay en ella otras cosas, como supone que hay en todos los demás: sus experiencias romanas, florentinas, francesas, pero todo eso, en esta noche en la costa argentina, ni tiene lugar ni se manifiesta.

Sonia siente que todos ellos son como semillas que alguien plantó al voleo. Como si alguien los hubiera tenido en su puño, años atrás, y los hubiera arrojado con ímpetu abarcando el mundo. Donde cada uno cayó, en virtud del azar, o de la fuerza con la que fue explusado del nucleo primigenio, echó raíces y comenzó a florecer. El encuentro de esta noche es como si por un momento mágico un viento bueno los hubiera juntado, pero ella sabe que ahora cada cual tiene sus raíces en otro lado.

Quique percibe el grupo como un sistema planetario. Un conjunto de elementos autónomos que no pueden tocarse, sin embargo gravitan entre sí, se influyen unos a otros, y la presencia o ausencia de uno u otro afecta a los demás. Esta noche es plena, porque todos los elementos están presentes, y las fuerzas de influencia mutua están activas, presentes, y desplegadas.

Daniela siente como si todos fueran actores de una obra de teatro a la que todavía no se le encontró ni director ni guión. Cada tanto los personajes vuelven a encontrarse para ver cómo avanza la trama, sin embargo la historia jamás empieza. Una vez más, en esta noche, cada uno llegó desde su universo personal, se juntaron, y por unas horas pusieron su mejor esfuerzo para que la historia se desarrollara.

Los acordes lánguidos de la guitarra revolotean sobre todos ellos, impregnando el aire con una pregunta que no llega a formularse en ninguna mente. ¿Alguna vez estuvieron juntos realmente? Tal vez, a pesar del tiempo compartido, a pesar de haberse visto, olido, sentido y escuchado, nunca estuvieron unos con otros, sino cada cual consigo mismo y fantasma para los demás. El reencuentro con el pasado se vuelve de pronto una ilusión imposible, tan imposible que desdibuja al mismo pasado.

Sonia prueba el café recién hecho, y cuando sus labios sienten el sabor y el calor del café, recuerda cuando horas antes fue a la playa. Caminó las cuadras de distancia entre la casa y la playa tan atrapada por sus pensamientos, que fue recién cuando las plantas de sus pies tomaron contacto con la arena tibia, entonces enfriándose, que se dio cuenta de que se había iniciado el crepúsculo. Maravillada, contempló el espectáculo que tenía ante sus ojos, sintiendo la alegría del milagro cotidiano nuevamente renovado. Como el sol extendía sus rayos por todo el orbe, iluminando con luz dorada todos los rincones del cielo y del mar, Sonia tuvo la sensación de haber entrado no en un momento sino en una zona; y recordó, al mismo tiempo, los canales de Amsterdam, gris plata bajo la luz del invierno, y los anocheceres azuldorados en la rambla de Montevideo. Y ahora, en la noche, ante el sabor amargo y caliente del café, siente que sí es posible un reencuentro con el pasado, pero adentro de uno mismo, en los sueños y en la memoria.



Si hay mar, entonces hay orillas, y es posible que ya nunca
coincidamos en la misma.